domingo, 24 de enero de 2016

Una comedia ligera o la novela española hacia el 2004.




La novela española de los últimos veinte años: ¿una comedia ligera? * (I)
Constantino Bértolo

1. Introducción

La vida social es una lucha de poderes, la literatura
también, pero la literatura, como todo, pide un arbitraje
según unas reglas. Y hacer como que nos creemos este
panorama literario que han ido dibujando es de cínicos.
                                                          Suso de Toro, Españoles todos

Los comentarios sobre la novela española de los últimos veinte años vienen descansando sobre tres lugares comunes que en la mayoría, cuando no en la totalidad, de los estudios más o menos académicos se le otorgan, reconocen y celebran: la «normalización» entre la novela española y los lectores, la «pluralidad de tendencias», que se desprendería del amplio abanico de temas y estilos que la caracteriza, y la «alta calidad literaria» presente en un número representativo de obras y autores tal que muchos hablan ya de «Edad de Plata» de la novela española. Sobre el discernimiento de las luces y sombras que contienen estos tres topoi se irá desarrollando este texto.
Entiendo sin embargo que conviene —a modo de contexto estadístico— apuntar algunos aspectos cuantitativos, más con vocación de ofrecer un telón de fondo que por aspiración sociológica. Podemos así constatar que en 1982, de entre los 30.127 títulos que se inscribieron en el ISBN, 6.073 correspondían a la rúbrica «Literatura» y, de ellos, 2.169 se clasificaban como «Literatura española e hispanoamericana», el apartado que corresponde mayoritariamente a novela, por lo que no es aventurado deducir que aquel año se publicaron aproximadamente unas 1.400 novelas. Para entendernos: tres novelas por día, incluidos domingos y festivos. En 1992, diez años más tarde, las cifras reflejan un considerable incremento en todos los apartados: 50.644 títulos, 3.064 de prosa española y latinoamericana, luego unas 1.750 novelas (cuatro por día). En 2002 el incremento se mantiene: 69.893 títulos en el ISBN, 3.725 libros en el apartado de prosa y, por tanto, unas 2.000
novelas (cinco al día). Añadiremos como dato comparativo curioso que en el apartado de «Literaturas anglosajonas traducidas» los incrementos son todavía más espectaculares: 1.016 en 1982, 2.084 en 1992 y 3.702 en 2002. Sin duda el «Imperio» nos invade.
Quisiera por último y antes de bajar este telón estadístico hacer una referencia meramente cuantitativa a uno de los fenómenos que caracteriza de modo especial, y con claras repercusiones sobre el ser y el estar de la novela, a nuestro «campo literario»: los premios literarios. En la Guía de Concursos y Premios Literarios correspondiente al año 2003, editada por la editorial Fuentetaja, se contabilizaban nada menos que 289 convocatorias correspondientes a novela (es decir, a premio por día, excluidos domingos y festivos).

2. La «normalización» de la novela española

La novela española de los últimos veinte años coincide desde el punto de vista de lo que llamamos historia literaria con la aparición y asentamiento del fenómeno que suele denominarse «nueva narrativa española». Bajo esta etiqueta se da cobijo a toda una nueva serie de obras y autores que
ofrecen un cambio significativo y reconocible en sus planteamientos narrativos respecto a la novela española de décadas anteriores. La aparición, en los primeros ochenta, de obras como Belver Yin de Jesús Ferrero, La media distancia de Alejandro Gándara, La ternura del dragón de Ignacio Martínez de Pisón, Luna de lobos de Julio Llamazares, Las estaciones provinciales de Luis Mateo Díez, El caldero de oro de José María Merino, o Beatus Ille de Antonio Muñoz Molina fue prontamente valorada por la crítica como un giro narrativo relevante que se constituyó como corpus narrativo nuclear de una nueva forma de entender la razón y el ser de la novela. Pronto el fenómeno de la nueva narrativa descubrió su pertinencia y capacidad de significación al incorporar no sólo a nuevos autores como Mercedes Soriano o Rafael Chirbes sino a obras y autores que cronológicamente habían hecho su aparición en años anteriores: Eduardo Mendoza, Juan José Millás, Javier Marías, José María Guelbenzu, Álvaro Pombo, Javier Tomeo, incluidos los autores de otras lenguas del Estado, como los gallegos Carlos Casares y Alfredo Conde, los catalanes Quim Monzó y Sergi Pàmies, y el vasco Bernardo Atxaga, que con su obra Obobakoak lograría un sitio permanente en el mercado lector común. Hoy, en efecto, la crítica ve en La verdad sobre el caso Savolta, la primera novela de Eduardo Mendoza, el inicio de ese giro narrativo. Este nuevo movimiento narrativo iba a convivir con la presencia en el mercado literario de novelistas de generaciones anteriores que en muchos casos iban a producir sus mejores obras en estos mismos veinte años, pero, sin duda, el eje narrativo de este período viene determinado por el éxito del nuevo movimiento.
Parece oportuno por tanto hacer referencia aun cuando sea brevemente a la situación de la novela española en el tiempo inmediatamente anterior a su aparición. Podemos diagnosticarla de manera un tanto expresiva: desorientación. El agotamiento y abandono un tanto vergonzoso y apresurado del realismo de corte crítico o social, la «comida de moral» que supuso el éxito del boom latinoamericano y la indigestión literaria que acarreó la necesidad de digerir «a toda prisa» los nuevos modos de la novela europea, originó a nuestro parecer un descolocamiento general. Parte de los antiguos realistas o se callaron o fueron acallados: Antonio Férres, Armando López Salinas, Jesús López Pacheco. Parte continuaron su evolución propia y ajena a los vaivenes: Luis y Juan Goytisolo. Otra parte de ellos intentaron ponerse al día como quien se hace perdonar los pecados de leso realismo —valgan como ejemplos notables de esta actitud títulos como Parábola del náufrago de Miguel Delibes, Corte de corteza de Daniel Sueiro, Gramática parda de Juan García Hortelano e incluso La saga/fuga de JB de Torrente Ballester— y, al socaire de los aires cortazarianos y experimentales que se respiraban, aparece una tímida y desigual hornada de autores con vocación de «nueve novísimos narradores», que no encontraron el favor del público.
Son los años dominados por la alta (e incómoda) estatura intelectual y literaria de Juan Benet y por su propuesta de una novela que abandonase la tradición castiza y real-costumbrista, que según él venía caracterizando a la novela española, en aras de tradiciones narrativas de mayor altura representadas por autores como Faulkner o Robbe-Grillet. Un descolocamiento o desquiciamiento que en algún grado era posible reflejo de una sociedad enfrentada a las postrime­rías del régimen dictatorial del general Franco, más —y visto lo visto— desde una soterrada y conformista esperanza de «no-anormalidad» que desde el explícito aunque clandestino deseo de un horizonte de transformaciones revolucionarias que cierta oposición política más activa venía proponiendo. Desde aquella propuesta literaria que veía la novela como instrumento de cambio social al paradigma experimental de los setenta —«la única revolución es la revolución del lenguaje»—, la transustanciación del rumbo literario había sido verdaderamente extremosa, aun cuando la pretendida revolución del lenguaje no fuera en la práctica mucho más allá del disloque en los signos de puntuación, los chorros de conciencia a troche y moche, y una adjetivación que se quería exuberante y que parecía haber llegado directamente a Churriguera sin pasar por el Barroco.
Bien, ahí estaba la novela española mientras Franco agonizaba: buscando su legitimación todavía en la Revolución, aunque fuera en la revolución del lenguaje —bastante menos comprometida, por cierto, esta última—. Pero es también por estas fechas cuando empiezan a aparecer los primeros síntomas de esa «normalización» que la nueva narrativa asentará definitivamente en la década de los ochenta. Ya en 1972 Javier Marías había dado a imprenta su Travesía del horizonte, escrita en clave antiexperimentalista, Torrente Ballester se situaba con La saga/fuga de JB en la onda de fantasía e imaginación que el realismo mágico del boom latinoamericano había abierto con relevante éxito comercial, la narratividad del «romance» encontraba en 1976 fuerte respaldo en el ensayo de Savater La infancia recuperada y Manuel Vázquez Montalbán lograba interesar a un amplio número de lectores con La soledad del manager (1977), apoyándose en las posibilidades y atractivos del género policíaco, donde, según sus palabras, «se subsumían los contenidos de crítica social» de los defenestrados realismos.
Bajo el concepto de «normalización» parecen convivir o esconderse tres procesos. El más explícito hace referencia a las celebradas buenas relaciones entre la novela, los novelistas y los lectores, es decir, la novela española felizmente se encuentra (o reencuentra) con un mercado que la acoge positivamente: «No es fácil identificar un tramo cronológico de veinte años que haya dado quizá no novelas de referencia indiscutida —las de los planes de estudio— pero sí una más que sólida base de narradores y prosistas capaces de persuadir a un editor, captar a un público y conservarlo».1 Sutilmente el concepto expresa la constatación de que, al fin, la novela española vuelve a ser «novela» merced a su retorno hacia una «narratividad» al servicio del lector-consumidor: «Y es ese sutil acomodamiento del horizonte de expectativas del lector y el impulso creativo del autor lo que dará lugar a la restauración de un nuevo pacto novelesco en plenitud. Se trataba, simplemente, de recuperar la narratividad».2 Y más sutilmente todavía, en mi opinión, lo que el concepto celebraba como «buena nueva» era la despolitización de la novela, el abandono por parte de lo literario de cualquier tipo de responsabilidad política, la transfiguración de su entendimiento como discurso público a mero discurso privado destinado por tanto a divertir, cautivar y conmover, como pedía Sánchez-Dragó, las subjetividades: “Ante tal estado de cosas, el escritor se vio a menudo impulsado —por convicción, por generosidad, por oportunismo, por tantos otros motivos— a poner su literatura al servicio de una causa política, con resultados escasamente satisfactorios para quienes acataron sin más las urgencias del momento, pues ya se sabe que la literatura es una amante excluyente. Es evidente que, más o menos a partir de mediados de los ochenta —es decir, más o menos a partir del momento en que mi generación empezó a publicar—, las cosas han cambiado bastante. Para empezar, la presión de la política sobre la literatura se ha relajado...” 3
El entusiasmo con que fue recibida la «normalidad» sólo es comparable, en otro plano diferente pero no ajeno al literario, al que produjo el éxito de la celebrada transición española hacia la democracia y, como sucedería también en los balances publicados sobre ésta, dicho entusiasmo facilitaba una mirada un tanto triunfalista que encerraba ciertas dosis de astigmatismo cuando no de miopía. Porque el tan reiteradamente afirmado feliz encuentro entre la novela española y el mercado no deja de ser una verdad a medias. Bastaría con estudiar las estadísticas de producción y ventas de los años setenta o con consultar las listas de libros más vendidos que en aquellos años publicaba la revista del Instituto Nacional del Libro Español (iniciativa de hit-parade que pronto asumirían, también con entusiasmo, las publicaciones culturales) para comprobar que no faltaba en esas listas la presencia frecuente de autores y novelas de la patria. Autores como Vicente Soto, Juan José Benítez, Vizcaíno Casas, Ángel María de Lera, Luis Romero, Alberto Gironella, Luis de Castresana, Inés Palou, Concha Alós, Domingo García Badell, Salvador García de Pruneda, Ángel Palomino, Vallejo-Nájera, Xavier Berenguer o Mercedes Salisachs (de esta última llegaron a venderse 400.000 ejemplares de su novela La gangrena, Premio Planeta de 1975). No respondería por tanto a la realidad esta «buena nueva» ni esta alegría de «niño con zapatos nuevos» y, sin embargo, tal visión equivocada, paradójicamente, no deja de responder a la verdad. Pero a otra verdad: la integración lenta aunque in crescendo e irreversible de la «novela literaria» en el campo, ajeno hasta esos momentos, de la novela comercial. La apertura del «campo literario» hacia el campo de la industria editorial. Un fenómeno que bien podría titularse como «el ascenso, venganza y triunfo del Planeta de Lara».
Porque «los entusiasmados» parecen olvidar que la «normalización» de esas relaciones mercantiles entre novela y consumidores lo que en realidad encierra, para bien o para mal, es la desaparición de una «anormalidad» que hasta esos momentos no sólo no se vivía como anormalidad sino que se sentía como necesaria y aun conveniente: la separación no radical pero sí constatable (y con vocación de higiene cultural) entre una literatura «de baja intensidad», industrial, mercantil, ideológica y formalmente conformista y complaciente con el poder establecido (la dictadura del general Franco) y una literatura —«la Literatura»— de «alta intensidad», cultural, literaria, ideológica y formalmente exigente hacia el lector e inconformista con ese mismo poder establecido. Una separación entre «campos» que si bien incorporaba los pertinentes rasgos singulares aportados por la situación sociopolítica española, no dejaba de responder a las características propias de la cultura occidental con su fundacional bifurcación entre «cultura popular» y «Cultura», presente al menos desde el Renacimiento. Esta ruptura de las reglas de juego, de «las reglas del arte» (ruptura que agrieta los escritos de Pierre Bourdieu al respecto), que no es patrimonio del espacio literario español pues responde a una tendencia —postmoderna dirían algunos— rastreable en otros ámbitos foráneos, tiene sin duda sus causas y orígenes en cuestiones económicas, sociales y políticas inabordables en esta propuesta de conversación pero que, y al menos con intención de expresar la cuestión gráficamente, quisiera ejemplificar con algunos hechos. Atención destacada merece la labor editorial que sobre ese proceso de romper aduanas literarias realizó el editor Mario Lacruz desde el sello Argos Vergara o en su retorno a Plaza & Janés antes de recalar en Seix Barral (que se convertiría en sello principal para el asentamiento de la nueva narrativa con la publicación de las primeras novelas de Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares y Justo Navarro), pero más revelador es el transfuguismo editorial que ejemplifica la entrada en el Planeta Lara, vía suculento Premio Planeta, de autores como Juan Marsé (La muchacha de las bragas de oro), Manuel Vázquez Montalbán (Los mares del Sur) y Jorge Semprún (Autobiografía de Federico Sánchez). Juego en que acabaría por entrar hasta Juan Benet (El aire de un crimen. Finalista del Premio Planeta 1980). Y valga también como ejemplo la celeridad con que nuevas editoriales como Anagrama, Tusquets o Lengua de Trapo se enchufan al marketing de los premios literarios privados (yo me lo guiso yo me lo como), intentando seguir la estela de Destino y Planeta. Sistema de premios literarios que otorga al «campo literario español» una de sus principales características, por no decir distorsiones, no tanto por los amaños más o menos reconocidos sino por la «obligación» que trasladan al resto de la producción editorial de lograr que los libros incorporen los rasgos requeridos para que devengan noticia social-cultural a riesgo de no existir (aunque siempre se eche mano del famoso e imprevisible boca a boca a modo de chivo propiciatorio para dejar limpia la conciencia del sector). Podemos concluir este aspecto de la celebrada «normalización» en cuanto reencuentro de novelistas y lectores señalando que, cierta o no, ésa fue la sensación que se extendió y prevaleció: «al fin los novelistas españoles venden», lo que propició a su vez una actitud más abierta hacia los nuevos y jóvenes autores españoles por parte de las editoriales, con el consiguiente efecto de «bola de nieve». Sea como sea no deja de ser cierto que en la amplia nómina de los novelistas de hoy existen al menos una veintena de ellos que «garantizan» al editor una venta de salida de más de 30.000 ejemplares, pudiendo llegar en casos determinados a sobrepasar ampliamente el techo de los 100.000. Y efectivamente, estos casos son los que más se ven en las mesas de novedades y en las páginas de apertura de suplementos y revistas. Desde esa mirada sesgada se sigue hablando de normalización, olvidando que las tiradas medias están estancadas o disminuyen y que la venta real de muchas primeras o segundas novelas difícilmente logra pasar de los 1.000 ejemplares. Dato que el sector oculta o distrae pues ya se sabe que vivimos en tiempos en los que «sólo lo que vende, vende».
Sobre la «narratividad» en cuanto elemento constituyente de esa normalización parece haber criterios de unánime encomio: «por fin las novelas vuelven a ser novelas de verdad». Aunque el término narratividad no sea de perfiles claros parece aceptarse de modo general que por narratividad debemos entender la intensificación en la novela de la presencia y el peso de aquellos elementos que identificamos como novelescos, de ahí que autores como Darío Villanueva concedan un papel relevante a la estética de lo que los anglosajones denominan romance, lo que en definitiva se traduce en una construcción de la trama más dirigida hacia el suspense (qué va a pasar) que hacia la intriga (qué está pasando), mayor peso en la construcción de los personajes, mayor presencia del diálogo como recurso narrativo, descripciones funcionales, acercamiento del conflicto hacia las zonas del misterio, y un entramado que fuerza el sistema de encuentros y desencuentros de los personajes siguiendo pautas que bordean la «verosimilitud de folletín». Se trataría de «captar» al lector, de sujetarlo al desarrollo narrativo como el asno corre detrás de la zanahoria —si sustituimos al asno por un lector cansado de la supuesta ramplonería estética del realismo social o de la aspereza abstrusa de la novela experimental y la zanahoria por lo lejano, lo exótico, lo inusual, lo fantástico o lo misterioso—, y valgan tres ejemplos de esta narratividad hecha novela que no incluyen juicio descalificativo alguno: El misterio de la cripta embrujada de Eduardo Mendoza, Belver Yin de Jesús Ferrero y La dama del viento sur de Javier García Sánchez.

En cualquier caso el encuentro con esa «narratividad» —que Juan Benet sarcásticamente identificaba como el regreso del «pan y chocolate»— no deja de ser un fenómeno llamativo y de difícil logro y mérito puesto que la tradición con peso literario de la novelística española había vivido de espaldas a ella durante muchas décadas. En ese sentido puede afirmarse que los «nuevos narradores» que surgen en los ochenta lo hacen desde una cierta orfandad y que, huérfanos en esa tradición, para encontrar cierto apoyo han de recurrir a novelísticas foráneas (Stevenson, Conrad, Graham Greene), a los aires de imaginación y fantasía de los autores del boom latinoamericano, o remitirse a la obra de un novelista que había venido construyendo su obra con una utilización cuidadosa pero clara de los elementos más narrativos: Juan Marsé. Papel fundamental también en ese «redescubrimiento» de la narratividad tendrá el éxito de un grupo de autores de novelas policíacas, entre los que sobresale por su relevancia dentro del «campo» Manuel Vázquez Montalbán, creador de novelas como Asesinato en el Comité Central, de la exitosa serie de novelas centradas en el personaje del detective Carvalho, cerrada precisamente en este año en curso, luego de su repentino fallecimiento, con la publicación de Milenio. Al hablar de la libertad de tendencias habrá nueva ocasión para analizar los fuertes débitos de la novela española con la famosa narratividad en vertiente de investigación policíaca. Quede de momento aquí constancia de su fuerte presencia como elemento constituyente de la llamada «normalización» de nuestra novela.
La alegría por la «despolitización» de la novela es el tercer aspecto que, de contrabando, se celebraba bajo la buena nueva de la normalización. Parecería evidente para cualquiera que la novela en cuanto discurso público (con su correspondiente «especificidad») es un discurso que inevitablemente arrastra un componente ideológico más o menos explícito o más o menos visible (visibilidad que en última instancia dependerá de sus relaciones con el discurso ideológico hegemónico que, precisamente por dominante, se disfraza con el manto de invisible). El mismo Javier Cercas no duda en constatar en su artículo ya citado que: «Esto no significa, me parece, que haya que negar la dimensión política que toda literatura, lo quiera o no, posee».4 Habría que entender por tanto que donde leemos «despolitización» se está en verdad hablando de una determinada despolitización o de una politización inadecuada, que es lo que parece querer matizar el autor de Soldados de Salamina cuando añade: «... significa únicamente que nadie está dispuesto a dotar a lo que escribe del propósito alicorto del sermón o el panfleto».5

Cierto que uno de los rasgos más notorios de nuestra vida cultural ha sido la presión que la política ejerció sobre ella, aunque se equivocaría uno si limita esa presión como dato pertinente tan sólo a nuestra literatura de posguerra, pues entiendo que ese período de presión es mucho más amplio. Sospecho que al menos desde la Ilustración, y de manera más acentuada desde el siglo XIX, sobre los escritores españoles recayó —sin duda a falta de otros mecanismos más oportunos— la dura tarea de ayudar a transformar una sociedad que no había llevado a cabo ni una reforma religiosa ni una revolución burguesa. Tarea política que asumieron nuestros ilustrados, con Jovellanos y Cadalso al frente, algunos de nuestros románticos, y baste nombrar a Larra, la casi totalidad de la generación de 1868, con Galdós y Clarín en primera fila, y buena parte de la generación de Ortega. Tarea por cierto que no impidió que nuestra literatura y nuestra novela encontraran sus momentos más representativos, sino todo lo contrario. Cierto que ya desde antes de la II República, y más tarde en la posguerra civil, algunos de nuestros escritores pretendieron ir más allá de los logros laicos y democráticos de la Revolución Francesa y mucho me temo que cuando se habla de politización se habla de esa politización. Porque lo cierto es que aquellos de nuestros autores de la posguerra que, llegado el momento de la Transición, se situaron en lo que llamaríamos coordenadas políticas de las democracias occidentales, se libraron del sambenito de alicortos sermoneadores panfletarios, al igual que todos estos y aquellos nuevos narradores que se mueven dentro del invisible pero pertinaz espectro político que va desde el centro derecha liberal a la socialdemocracia con vocación de eficiencia económica.6 Y, sin duda, alguna relación guarda la tarea política de nuestros ilustrados, románticos y realistas, con la debilidad ya mencionada de «la narratividad» en la tradición o historia de nuestra novela o con el rasgo bien visto por Cercas de la «obligada conversión del escritor en intelectual». Una obligación que, una vez llegados a Europa, debe —se sobreentiende— finalizar, pues al fin hemos dicho adiós a Trento y a Fernando VII, así que bienvenido ese lógico (por muerte natural) silencio de los intelectuales. Ahora —se nos dice— podemos dedicarnos al fin a lo nuestro: a escribir, a comprometernos con «el único compromiso real del escritor: el que le obliga a ser fiel a su propia escritura, es decir, a sí mismo» (¿y quién es quién para saber o decirle a nadie que es fiel o no es fiel a sí mismo?).
En resumen: cautivos y desarmados los enemigos de «la novela novela», nuestra narrativa ha alcanzado sus últimos objetivos: la normalización, buenas expectativas de ventas, narratividad que no falte y el compromiso bien entendido que empieza (y acaba) en uno mismo.

* Artículo publicado en el Anuario del Instituto Cervantes 2004.

(1) Véase Jordi Gracia (coord.), Historia y Crítica de la Literatura Española, Los nuevos nombres: 1975-2000, vol. 9/1 (colección dirigida por Francisco Rico), Barcelona, Crítica, 2000, pág. 66. volver
(2) Véase Darío Villanueva, Letras españolas 1976-1986, Madrid, Editorial Castalia-Ministerio de Cultura, 1987, pág. 34. volver
(3) Véase Javier Cercas, Una buena temporada, Badajoz, Edición de la Junta de Extremadura, 1998, págs. 60-65. volver
(4) Op. cit., págs. 60-65. volver
(5) Ibídem. volver
(6) El desencanto ideológico va a constituir precisamente una de las ramas temáticas más frondosas de la novela de estas décadas, con una textura política casi unívoca en la que la militancia se ofrece en claves de caricatura o sarcasmo y la derrota se transfigura en juvenil equivocación o en ingenua autoestafa. Entre otros títulos: La quincena soviética de Vicente Molina Foix, Historia de un idiota contado por él mismo de Félix de Azúa, Los viejos amigos de Rafael Chirbes, La tierra prometida de José María Guelbenzu.

No hay comentarios:

Publicar un comentario